La vida es una montaña rusa de emociones: momentos de felicidad, de lucha, de aprendizajes, y, por desgracia, de despedidas. Hace poco, una persona muy querida se marchó, dejando un vacío enorme. Pero también dejó algo que es mucho más poderoso que la ausencia: su huella.
Esa persona tocó la vida de muchos, incluida la mía. Y, al hacerlo, me hizo reflexionar sobre algo esencial: ¿qué huella estamos dejando nosotros en este mundo?
No sé si yo lograré dejar una huella como la suya. Lo más probable es que no. Pero me he prometido intentarlo. No desde la grandeza, ni buscando reconocimiento, sino desde lo cotidiano: siendo la mejor versión de mí misma cada día.
Porque al final, creo que dejar huella no se trata de grandes gestos heroicos. Se trata de las pequeñas cosas: una sonrisa en el momento justo, un gesto amable, escuchar con atención cuando alguien necesita ser escuchado. Se trata de estar ahí, de hacer sentir a los demás que importan.
La vida, aunque corta y muchas veces impredecible, nos da cada día la oportunidad de construir ese legado invisible, pero significativo. A veces ni siquiera somos conscientes de cómo influimos en los demás, pero nuestras palabras y acciones pueden ser faros de luz en medio de las tormentas de alguien más.
Hoy quiero comprometerme a trabajar en eso: en ser mejor, en aportar algo positivo a las vidas que me rodean, en vivir de tal manera que, cuando llegue el momento de mi propia despedida, alguien pueda recordar algo bueno de mí.
A la persona que se ha ido: gracias por tu ejemplo, por tu bondad, por recordarnos lo que de verdad importa. Tu huella está aquí, y seguirá viva en quienes tuvimos la suerte de conocerte.
Y a quienes leen esto: pensemos en nuestra propia huella. Cada día es una oportunidad para dejar algo valioso en este mundo. Aprovechémosla.
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